Se puede vivir una vida,
toda una larga, pequeña e insignificante vida,
sin haber escuchado nunca
las palabras del Gran Silencio.
No se trata de secretos reservados a elegidos.
Eso agrava la situación.
Todo esta allí. Hace falta, apenas, abrir los poros,
aguzar la percepción, los sentimientos, el cuerpo,
prestar atención para comprender las diferentes,
las claras, melodiosas y potentes voces del silencio.
Una cierta predisposición a perder el rumbo
engendra males que laceran las carnes sensibles
de ese extraño fenómeno en el que la vida ha consentido.
Lo humano. Ese misterio. Pero también, esa enfermedad.
Esa absurda y obstinada insistencia en decir “Yo”.
Siempre. ¡Todo el tiempo! Sin saber a que se refiere.
Sin ver, sin comprender, que su existencia transcurre
entre dos nadas antes de regresar al estado originario,
ese, que contiene todas las formas.
Hace falta rozar cierta comprensión de lo sagrado.
Atreverse a asomarse al vacío de la existencia,
a su extrema completud.
Dejarlo todo atrás para, desnudo, sin deseo ni pasión,
zambullirse en las aguas del río de la vida y nadar.
Nadar hasta sobrepasar los límites del cansancio,
hasta vaciarse de toda idea, de toda ocurrencia,
de toda voluntad que no sea ese obstinado,
ese ciego insistir en seguir adelante,
avanzando hasta alcanzar la profunda, la certera sensación
de ser uno con la totalidad.
Uno, donde ya no hay brazo que empuja,
pierna que patea, pulmón que alimentar.
Donde no hay indicios, rastros, ni nada de eso que llamamos “Yo”.
Recién entonces, se tendrá la posibilidad de reconocerse
parte, al fin, del Gran Silencio,
de sus ritmos, de su respiración que expande y contrae el universo.
Llegados a esa situación, si algo precipita dentro de eso que avanza,
se tratará de algo que ha sido comprendido.
La dificultad para transponer esos límites,
para recorrer esa distancia
dejando atrás barreras impuestas por las creencias
que cierran caminos, corazones y oídos.
Ese temor frente a la revelación del conocimiento.
La dificultad para transponer esos límites, decíamos,
es parte de la enfermedad de lo humano.
Su condescendencia, su dignarse a hablarle
con la voz de la eternidad a una criatura efímera.
Esa es la esencia y el secreto de la grandeza del silencio.
Evidencia de que la vida -a través de lo humano-
espera algo más de ella misma
en su incesante desplegarse
desde lo más elemental del espacio tiempo.
Ella, esa enamorada que nos reclama,
que nos convoca cada día a sus filas.
Necesitamos hacer el esfuerzo,
el amoroso trabajo de ser merecedores
de todos sus dones, de todas sus alegrías.
Ella es la gran enamorada,
la plena, la de las abundancias,
la gran dadora,
la gran destructora,
la que danza y canta,
la que nos tiende la mano
para invitarnos a ir con ella,
a ser con ella y festejar en este caminito
tal vez con eso baste,
con cantar y danzar,
con festejar.
Enrique